Un Papa estadounidense para un mundo posestadounidense

Por  Sophie Spielberger

Tras tres rondas de humo negro que se enroscaron en el cielo romano, el cónclave vaticano ha elegido a un sucesor para el recientemente fallecido y ampliamente popular Papa Francisco. Han pasado semanas desde su muerte, que marcó el fin de un pontificado de una década que impulsó transformaciones progresistas históricas en el pilar más antiguo de la religión organizada. Hace apenas dos días, el ritual centenario del cónclave se desplegó bajo el techo paradisíaco de la Capilla Sixtina.

Si bien el cónclave papal suele captar la atención mundial, esta vez la expectación pareció adquirir un carácter más ubicuo, casi viral, que cautivó tanto a los creyentes como a los escépticos. En parte, esto podría atribuirse al éxito de la película Conclave, una representación detallada (aunque ficcionalizada) de la política vaticana y del opaco proceso de selección papal.

Pero lo que realmente atrapó a una audiencia tan inusualmente amplia fue una inquietud ambiental compartida. No es ningún secreto que el clima geopolítico actual atraviesa una etapa de inestabilidad y retroceso democrático. En todo el mundo, la política se inclina cada vez más hacia la derecha, tanto a nivel gubernamental como popular. Se especulaba sobre quién lideraría a la Iglesia católica en esta era volátil, y si reflejaría esta creciente tendencia global. Pues bien, la respuesta ya está aquí. El 8 de mayo, el Papa León XIV asciende al trono papal. Misionero, moderado y, lo que es más significativo, estadounidense.

El nuevo Santo Padre es oriundo de Chicago, aunque pasó una parte sustancial de su vida en Perú y posee también la ciudadanía peruana. Aun así, es oficialmente el primer papa estadounidense. Su elección tomó a muchos por sorpresa, casi como una rareza, especialmente luego de que el debate público se centrara en otros posibles candidatos. Las reacciones en el mundo fueron diversas, pero el consenso dentro de Estados Unidos fue uno de orgullo desbordante. Cuando se anunció la noticia en la Plaza de San Pedro, algunos peregrinos estadounidenses comenzaron a corear “¡USA! ¡USA!”. Para muchos, se sintió como una redención simbólica para un país que se desmorona desde adentro.

El presidente estadounidense Donald Trump comentó sobre la nacionalidad del pontífice escribiendo en Truth Social: “Felicitaciones al Cardenal Robert Francis Prevost, quien acaba de ser nombrado Papa. Es un gran honor saber que es el primer Papa estadounidense. ¡Qué emoción, y qué gran honor para nuestro país! Espero con ansias conocer al Papa León XIV. ¡Será un momento muy significativo!”. Más tarde declaró a la prensa: “Estábamos un poco sorprendidos y muy contentos”.

Hasta ahora, las reacciones de ciudadanos y autoridades estadounidenses han sido abrumadoramente positivas, incluso esperanzadoras, enmarcando la elección del Papa León XIV como algo potencialmente beneficioso para Estados Unidos. Muchos parecen apresurados en interpretar este momento como una victoria simbólica para el país, sin considerar plenamente las dinámicas internas complejas y los cálculos premeditados que guiaron su selección. La elección de un papa estadounidense, si bien sin precedentes, ofrece una visión sutil pero aguda del estado actual de los asuntos globales, y de la posición que ocupa Estados Unidos dentro de ellos.

Para muchos, el papel del Papa se entiende principalmente como religioso: liderar la Iglesia católica y actuar como su figura espiritual. Sin embargo, el papado también conlleva un peso geopolítico considerable. La Ciudad del Vaticano, sede física de la fe católica, es reconocida por el derecho internacional como una entidad soberana, con el Papa como jefe de Estado. Esta posición única lo convierte no solo en una figura religiosa, sino en un actor soberano con alcance simbólico y diplomático.

Históricamente, los papas han ejercido un notable poder blando mediante la diplomacia, interviniendo como mediadores en momentos de crisis internacional. Un ejemplo destacado es el papel crucial del Papa Juan Pablo II en la desactivación de las tensiones entre Chile y Argentina durante la disputa del Canal de Beagle a comienzos de los años ochenta, evitando lo que muchos temían que se convertiría en una guerra abierta. Ese mismo Papa también tuvo un impacto profundo en el paisaje geopolítico de Europa del Este, donde su apoyo al movimiento Solidarność en Polonia ayudó a erosionar la influencia soviética y contribuyó a la caída del comunismo en la región.

En el caso del Papa Francisco, desempeñó un papel clave en el deshielo de las relaciones entre Estados Unidos y Cuba en 2014, facilitando discretamente el diálogo entre ambos gobiernos tras décadas de hostilidad. La propia institución vaticana también ha sido fundamental en la promoción de la paz mundial, el diálogo interreligioso, la acción climática y la protección de migrantes, demostrando que opera como una autoridad moral en el escenario internacional.

La relevancia geopolítica de la Santa Sede se ve reforzada por su estatus como Observador Permanente ante las Naciones Unidas. Esta posición única, que mantiene desde 1964, le permite participar en debates, proponer resoluciones y construir alianzas, sin ser un miembro votante pleno. Esta participación en las Relaciones Internacionales prácticas pone de manifiesto una presencia diplomática duradera con influencia moral y alcance político.

Es precisamente esta dimensión geopolítica la que hace que la elección de un papa estadounidense resulte particularmente significativa. No se trata de cualquier nacionalidad; es una que carga con un pesado equipaje histórico, político y simbólico. Tradicionalmente, los papas han sido italianos o, al menos, europeos, con la reciente excepción del Papa Francisco, el primer pontífice sudamericano. No obstante, la elección de un estadounidense marca una ruptura tajante con el precedente. No es simplemente un cambio geográfico, sino semiótico. Es, en sí mismo, un enunciado silencioso: sobre la Iglesia, sobre el mundo, y, de forma más reveladora, sobre Estados Unidos.

Hubo un tiempo en que la idea de un Papa estadounidense habría sido impensable. Se habría considerado una concentración excesiva de poder en una sola nacionalidad: el líder del mundo libre y el líder de la Santa Sede. Durante la Guerra Fría, por ejemplo, la elección de un Papa estadounidense en la era de Reagan habría suscitado dudas inmediatas sobre la capacidad diplomática del Vaticano. ¿Podría una figura así ser percibida como verdaderamente neutral en medio de los conflictos internacionales del momento? ¿Podría actuar como puente entre naciones, como pacificador, como brújula moral por encima de la política, sin importar los intereses del país al que pertenece? En términos de estética política, habría parecido una decisión imprudente.

El Vaticano, por diseño, está llamado a trascender el nacionalismo. Sin embargo, en una era hiperglobalizada y profundamente polarizada, el simbolismo de un Papa estadounidense refleja un desplazamiento de los centros de influencia, quizás incluso una recalibración de lo que significa hoy la autoridad moral cuando está atada a una superpotencia cuya credibilidad global está en entredicho.

Hoy ya es casi un lugar común afirmar que Estados Unidos atraviesa una profunda descomposición interna. La inestabilidad política y el deterioro democrático, exacerbados por la reelección de Donald Trump, siguen su curso. Pero esta degradación no se limita al ámbito político. Por debajo de todo ello, subyace una fragmentación social más profunda, una que precede a Trump pero que ha sido agudizada con su regreso al poder. En poco más de cien días, la nación parece haberse reconstituido en una versión nueva y menos coherente de sí misma: más ensimismada, más errática, y visiblemente deshilachada. No solo fracturada políticamente, sino casi espiritualmente ausente, alejada de toda arquitectura moral coherente o ethos cívico unificador.

A pesar de ello, Estados Unidos sigue siendo una hegemonía en términos formales, con un poder militar sin igual y una estructura institucional robusta. Sin embargo, la lenta y constante decadencia de su legitimidad global lleva décadas en marcha. La política exterior posterior al 9/11, marcada por conflictos prolongados, abusos de vigilancia y una estrategia incoherente, dio inicio a una erosión inevitable.

La devastación económica provocada por la desindustrialización, el abandono bipartidista de la clase trabajadora y el ascenso del populismo nativista crearon el terreno fértil para Trump, cristalizando el declive de la superpotencia. Los estadounidenses, al elegir a una figura televisiva como presidente, dejaron al descubierto su propia fractura a través del hombre que los lidera.

La segunda administración de Trump ha hecho sonar las alarmas aún más fuertes que la primera. Él y sus aliados han lanzado ataques sostenidos contra instituciones académicas como Harvard y Columbia, socavando su independencia y amenazando su credibilidad mediante una retórica politizada y propuestas de restricciones presupuestarias.

Su trato hacia migrantes y residentes estadounidenses ha escalado a niveles extremos, incluyendo deportaciones directas al sistema penitenciario de El Salvador, bajo el mando del presidente Nayib Bukele, a quien muchos consideran un dictador de facto.

Trump incluso ha sugerido reabrir Alcatraz como centro de detención, y ha afirmado explícitamente en entrevistas que podría no sentirse obligado a respetar la Constitución. Bajo su liderazgo, Estados Unidos ya no se presenta como una nación cimentada en el derecho, la estabilidad institucional o las normas internacionales. Por el contrario, se aleja activamente del andamiaje legal y moral que sustentó el orden mundial posterior a la Guerra Fría, moldeado por el consenso democrático neoliberal tras la caída de la Unión Soviética.

En la actualidad, Estados Unidos se encuentra gravemente debilitado. No en capacidad militar ni escala económica nominal, sino en su fiabilidad percibida y en su seriedad como actor global. A nivel interno, la inflación sigue en aumento, el costo de vida se ha vuelto insostenible para muchos y el mercado laboral permanece precario. Más crucial aún, su legitimidad global está visiblemente en declive. El otrora potente capital cultural de Estados Unidos y su autoproclamado liderazgo moral se están desintegrando con rapidez. Al retirarse de sus roles tradicionales en la cooperación internacional, está dejando un vacío que China se apresura en llenar.

China, la heredera previsible de la hegemonía global, continúa consolidando su poder de manera discreta pero constante. Amplía su influencia en Naciones Unidas, fortalece la cooperación Sur-Sur, impulsa el bloque BRICS y teje redes comerciales y de desarrollo alternativas en América Latina, África y el sudeste asiático. Mientras Estados Unidos se repliega y parece ceder su rol de líder del mundo libre, China profundiza su presencia, su legitimidad y su capacidad de negociación en el sistema internacional.

Probablemente por eso los 133 cardenales que eligieron al Papa León XIV se sintieron cómodos respaldando a alguien con nacionalidad estadounidense. Su condición de estadounidense, antaño potencialmente descalificadora, ya no altera el equilibrio de poder. No implica dominio. De hecho, se percibe como extrañamente neutral, incluso como un símbolo de influencia menguante. Estados Unidos, que antes era demasiado poderoso como para producir un pontífice sin suscitar alarma, ahora parece lo suficientemente agotado políticamente como para que tal elección sea vista como segura. No quiere decir que no hubiera política en juego. Siempre la hay. Pero la elección de León XIV refleja profundamente las dinámicas internas del Vaticano.

Esta elección llega en un momento en que la propia Iglesia enfrenta una crisis: congregaciones menguantes, secularización creciente y escándalos internos. La necesidad de una figura estabilizadora en el ámbito global es más urgente que nunca. El cónclave estuvo marcado por tensiones ideológicas. De un lado, figuras como el cardenal Peter Turkson y el cardenal Matteo Zuppi representaban las alas progresistas de la Iglesia, en sintonía con el legado del Papa Francisco en temas como justicia climática, inclusión LGBTQ+ y migración. Del otro, voces más tradicionalistas se aglutinaron en torno a figuras como el cardenal Raymond Burke y el cardenal Marc Ouellet, defensores de una vuelta a la rigidez doctrinal.

En este paisaje polarizado, León XIV emergió como el punto medio, tanto ideológica como temperamentalmente. Moderado, con un recorrido global y una reputación de diplomacia pastoral, fue el compromiso natural. Su elección es tanto una declaración sobre la necesidad interna de equilibrio en la Iglesia como sobre el momento geopolítico. El cónclave no eligió a un revolucionario. Eligió estabilidad.

Sus primeras palabras como pontífice lo reafirmaron. No habló en inglés, sino en español, italiano y latín: una elección retórica sutil pero deliberada, que también sirvió como afirmación de desprendimiento identitario. Su presencia mesurada, multilingüe, discreta y diplomática se alza como un contrapunto semántico frente al populismo teatral que hoy exporta Estados Unidos.

Esto se trata de la Iglesia. De la universalidad. De una institución global que intenta orientarse en un mundo donde incluso las naciones más poderosas son políticamente volátiles. La prensa italiana ya lo ha apodado “el menos americano de los americanos”, y en muchos sentidos, esa puede ser precisamente la razón por la que fue elegido.

Su elección también podría cumplir una función más pragmática: León XIV podría convertirse en un contrapeso simbólico a Donald Trump. No en nombre ni en confrontación, sino en contraste. Mientras Trump acelera la desvinculación de Estados Unidos con las normas globales que él mismo ayudó a forjar, la Iglesia, a través de León XIV, introduce discretamente un contramodelo moral. Una figura global que, aunque estadounidense por ciudadanía, no encarna ni el nacionalismo, ni el espectáculo, ni la volatilidad ideológica que hoy definen al expresidente.

Donde Trump habla en absolutos, León podría hablar en equilibrio. En un momento en que la identidad estadounidense se define cada vez más por la extremidad, el papado de León XIV podría ofrecer una visión global basada en la moderación, la contención y la autoridad silenciosa.

Los estadounidenses pueden sentirse tentados a celebrar este momento como un triunfo simbólico. Pero esa interpretación ignora el contexto histórico más amplio que lo posibilitó. Esto no es una coronación de la virtud estadounidense, sino un movimiento estratégico y silencioso dentro de una institución que ha sobrevivido a la caída de imperios.

No es el triunfo de una nación, sino la aceptación de su decadencia. No fue elegido en el apogeo de su gloria, sino en el crepúsculo tranquilo de su confianza imperial. La elección del Papa León XIV nos habla menos de la grandeza estadounidense que de su repliegue. Que la Iglesia católica, una de las instituciones políticas más antiguas del mundo, haya estado dispuesta a elegir a un estadounidense ahora, dice mucho más sobre la percepción global del declive de Estados Unidos que sobre su fortaleza.

Un estadounidense ha sido elegido para liderar la Iglesia. No como una negación del declive estadounidense, sino como su reconocimiento silencioso.

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